La clase de 4° año de la maestra Matilde se parecía a muchas: los alumnos estaban sentados en hileras de bancos Varela, el escritorio de la maestra estaba en el frente, de cara a los estudiantes, el pizarrón lleno de dibujos y tareas, etc. En la mayoría de los aspectos parecía un salón tradicional de Escuela primaria. Sin embargo ese día, cuando entré acompañando a mi madre, algo me pareció distinto. Parecía haber una corriente subterránea de excitación.
Matilde era una maestra veterana en una pequeña ciudad del interior del país a la que le faltaban apenas 2 años para jubilarse. Matilde se había ofrecido como voluntaria en un proyecto de desarrollo personal que mi madre había organizado y dirigido. La capacitación se centraba en ideas relacionadas con el lenguaje y el arte que pudieran hacer sentir bien a los alumnos con si mismos y hacerse cargo de sus vidas.
La tarea de Matilde consistía en asistir a las lecciones de capacitación y poner en práctica los conceptos que se presentaban. La tarea de mi madre consistía en hacer visitas a las clases y alentar la puesta en práctica. Mi tarea consistía en acompañar a mi madre, algo que hacía 2 o 3 veces al año (tal como Franco lo hace hoy acompañando a Paola).
Me senté en un banco vacío al fondo de la clase y como siempre, observé. Todos los alumnos estaban trabajando en una tarea que consistía en llenar una hoja de cuaderno con pensamientos e ideas. La alumna de 10 años que estaba más cerca de mí estaba llenando su página con “No Puedo”.
Había llenado ½ página y no mostraba signos de parar. Trabajaba con determinación y persistencia. Caminé junto a los bancos mirando las hojas de los demás niños, todos escribían oraciones describiendo cosas que no podían hacer.
A esa altura la actividad atrajo mi curiosidad. Me acerqué a la maestra y noté que ella también estaba escribiendo.
Los alumnos escribieron durante otros 10 minutos, la mayoría de ellos llenaron su página, algunos empezaron otra. Terminen la que están haciendo y no empiecen otra, fue la instrucción de Matilde, para indicar el final de la actividad.
Los estudiantes, recibieron luego la indicación de doblar sus hojas por la mitad y llevarlas al frente. Al llegar al escritorio de la maestra, colocaban sus declaraciones de “No Puedo” en una caja de zapatos vacía, una vez recogidas las hojas de todos los alumnos, Matilde agregaba la suya, tapó la caja, se la puso bajo el brazo, se encaminó hacia la puerta y salió al hall. Los alumnos siguieron a la maestra, yo seguí a los alumnos.
Al llegar a la mitad del corredor la procesión se detuvo, Matilde entró en la sala de limpieza, dio algunas vueltas y salió con una pala. Con la pala en una mano y la caja en la otra, Matilde condujo a los estudiantes hasta el rincón más alejado del patio y allí comenzaron a cavar. Iban a enterrar sus “No Puedo”.
Cuando el pozo alcanzó más o menos 1 metro de profundidad, dejaron de cavar, acomodaron la caja de los “No Puedo” en el fondo del pozo y la cubrieron rápidamente con tierra. Alrededor de la tumba recién cavada, había 31 niños de 10 y 11 años. Cada uno tenía por lo menos 1 página llena de “No Puedos” en la caja de zapatos a 1 metro de profundidad, la maestra también.
En ese momento, Matilde anunció: “Niños por favor junten las manos y bajen la cabeza”, los alumnos obedecieron en seguida, formaron un círculo en torno de la tumba y formaron una ronda tomados de las manos, bajaron y esperaron.
Matilde dijo su oración: “Estamos aquí reunidos para honrar la memoria de No Puedo. Mientras estuvo con nosotros en la tierra afectó la vida de todos, de algunos más que de otros. Desgraciadamente su nombre ha sido pronunciado en todos los edificios públicos, escuelas, municipios, parlamentos y si… hasta en la misma casa de gobierno. Acabamos de darle una morada definitiva a No Puedo y una lápida que contiene su epitafio. Lo sobreviven sus hermanos Puedo, Quiero y Lo Haré Yo Mismo. No son tan conocidos como su famoso pariente e indudablemente todavía no resultan tan fuertes y poderosos. Tal vez, un día, con su ayuda, tenga una incidencia mayor en el mundo. Roguemos que No Puedo, descanse en paz y que en su ausencia, todos los presentes puedan hacerse cargo de sus vidas y avanzar. Amén.”
Al oír la oración me di cuenta que esos alumnos nunca olvidarían ese día, y yo tampoco. La actividad era simbólica, una metáfora de la vida, era una experiencia del lado derecho del cerebro que quedaría adherida a la mente inconsciente y consciente para siempre. Escribir los “No Puedo”, enterrarlos y escuchar la oración era un esfuerzo muy grande por parte de esta maestra y todavía no había terminado ya que al término de la ceremonia llevó a los alumnos nuevamente a la clase e hicieron un festejo: celebraron la muerte de “No Puedo” con masitas y jugos de frutas.
Como parte de la celebración Matilde cortó una gran lápida de papel y escribió arriba la palabra “No Puedo” y abajo la fecha. La lápida de papel quedó en el aula durante el resto del año. En las escasas ocasiones en que un alumno se olvidaba y decía “No Puedo”, Matilde simplemente señalaba el cartel, el alumno recordaba entonces que “No Puedo” estaba muerto y optaba por reformular su afirmación.
Yo no era alumno de Matilde, sin embargo ese día aprendí de ella una lección perdurable. Ahora años más tarde cada vez que oigo “No Puedo” veo las imágenes de ese funeral de 4° año de escuela, y como todos los presentes en ese momento, me acuerdo de que “No Puedo” murió…